El payo Kant no entiende al jambo Abascal
Hay que reconocerlo. Parte de los análisis dominantes que nos encontramos realizando sobre la situación política tras las elecciones andaluzas resultan poco menos que un concierto de pataletas derrotistas en vivo y en directo. Por otra parte, que la ultraderecha haya conseguido más votos en Andalucía de los que gran parte de la izquierda consideraban esperables, indica hasta qué punto determinados observadores se muestran a menudo torpes y obstinados al intentar tomar la temperatura política de la sociedad que precisamente aspiran a transformar. Quizás, por nuestra condición como racializados en el territorio de un Estado racista, podemos decir que, al igual que a todos, nos ocupan los resultados electorales, que no podemos vivir de espaldas a ellos, pero que no nos sorprenden en absoluto. Es por eso que no nos identificamos con parte de la locura de grito desbocado despertada a raíz de lo ocurrido en los espacios progresistas.
De hecho, gran parte de esa locura es desencadenada de forma hipócrita y oportunista por fuerzas políticas alquitranadas como el caciquil PSOE andaluz, acostumbrado a aglutinar a su electorado agitando el lógico miedo a la derecha. Pero también desconfiamos sanamente de las llamadas a la calma, no porque pensemos que no haya que mantenerla, sino por las consecuencias adormecedoras que suelen acompañarla, especialmente en materias como la que nos ocupa. Un análisis meramente electoral, que deje a un lado las dinámicas propias de la cultura política española, que son las que, especialmente en momentos de fragilidad social, abren la puerta a discursos ultraderechistas como el de Vox, no conseguirá ir más allá de un estrecho horizonte parlamentario. Ahora bien, todos los análisis son necesarios, desde el análisis estrictamente electoral, pasando por el centrado en cuestiones de estrategia política, así como los dirigidos al aspecto cultural.
Desde nuestro punto de vista, alumbrado por la experiencia romaní –superviviente en un entorno siempre hostil–, es necesario establecer una tensión fértil, un diálogo crítico entre todos estos análisis sobre la situación que proporcione lucidez y profundidad a una impotencia, la de determinada izquierda compañera, que parece debatirse entre la rabia, la negación superficial del problema y un romanticismo desfasado que dudamos ofrezca una verdadera salida al atolladero ante el que nos encontramos. Por otra parte, consideramos que nuestra situación histórica en el continente pone luz a algunas de las razones por las cuales el discurso de la ultra derecha española gana adeptos y entusiasmos en determinados segmentos de nuestra sociedad.
La batalla por la cultura política
En muchos de los debates que, especialmente desde unos años, mantenemos con compañeros y amigos de batalla en la izquierda hemos aludido repetidamente a las limitaciones del espíritu ilustrado que vertebra gran parte de su percepción política, social y cultural, así como de su propia identidad. Nunca hemos pretendido negar la dimensión emancipadora que la Ilustración ha cumplido para determinadas identidades políticas, en determinadas épocas y en territorios locales particulares, sino señalar la dimensión genocida, colonial y racista de la misma, así como su falso universalismo. Prestemos atención, esta no es una reflexión histórica y abstracta. Como gitanos nacidos y criados en los territorios del Estado español, esta realidad toma connotaciones especiales, dado que es, precisamente durante el siglo XVIII y de la mano del gran ilustrado español, el Marqués de la Ensenada, que se intentará exterminar por completo a la población kalí de la península. La antigua idea medieval del exterminio de los gitanos tomaba fuerza justificándose según el paradigma ilustrado. Por supuesto que, ante esto, son muchos los que advierten sobre el carácter fraudulento de las tesis de Ensenada y sus cómplices, señalándolos como intentos pseudo–ilustrados por aplicar el paradigma de la modernidad de forma descontextualizada y burda al contexto desfasado de la España del Antiguo Régimen. En este caso no nos queda más que señalar el papel cumplido por los adalides de la Ilustración en otros territorios de Europa respecto a los gitanos y a la situación de las colonias. Sin embargo, ese es otro tema. De nuevo, no se trata aquí de impugnar por completo un paradigma sino de señalar la problemática de sus límites, ya que cuanto más inconscientes nos mostramos ante ellos, más fuertes y peligrosos se tornan. Y eso es, en parte, lo que está ocurriendo.
En el contexto de los conflictos surgidos entre los sectores ilustrados y del Antiguo Régimen durante el siglo XVIII, los gitanos cumplieron, sin comerlo ni beberlo, su función, especialmente en Andalucía, y lo hicieron ocupando el rol de estandartes del tradicionalismo bárbaro que la Ilustración interpretaba como causa y origen de los males de la sociedad española. He aquí que, como signo de reacción ante los embates del ideario moderno, los garantes del Antiguo Régimen, herederos de la ideología españolista y genocida de la Reconquista, vieron en los gitanos un container simbólico de aquello que había que conservar a toda costa: la idea de “tradición”. El ideal ilustrado afrancesado nunca caló en la conciencia colectiva española, a pesar de los esfuerzos de intelectuales como Jovellanos. La expresión de una religiosidad popular determinada, la tauromaquia y el flamenco, que cristalizan en su forma actual precisamente entre los siglos XVIII y XIX, la cultura cortijera, las cofradías; todas estas banderas identitarias –hoy de la ultraderecha española– eran revalorizadas a través del fenómeno de la “afición”; y los gitanos fueron parte imprescindible del pack. Los arquetipos exóticos del gitano y la gitana se convirtieron en personajes–tipo, héroes del tradicionalismo y el casticismo en el contexto de un mundo que caminaba hacia la modernización occidental.
El gitano y la gitana –la idea estereotipada que sobre nosotros se construyó– se convirtieron en héroes simbólicos del imaginario reaccionario en el contexto de la identidad tradicionalista española vertebrada desde Andalucía frente al ideario ilustrado de modernidad, desarrollo y finura que venía de Europa. Todavía resulta controvertido afirmarlo, pero gran parte de la idea del gitano en este territorio, a través incluso de la que muchos de nosotros construimos nuestra identidad, está relacionada con la importancia histórica y el efecto cultural de tales conflictos. Muchos de los nuestros se vieron empujados a someterse a ese rol para sobrevivir, al mismo tiempo que eran cosificados y oprimidos; usados como juguetes de una sociedad decadente necesitada de símbolos. Y esa construcción colonial sobre quién somos caló en nuestra idea de nosotros mismos. Al contrario, los grandes ilustrados españoles, que compartían esa misma visión deshumanizadora sobre la imagen de los kale como reducto de tradicionalismo en una sociedad que se dirige hacia la modernidad y el progreso, quisieron exterminar a nuestro Pueblo, como parte de su torpe plan para acabar con la hegemonía cultural y política del Antiguo Régimen. Esta herencia del conflicto entre dos visiones del mundo: la ilustración –que pervive en la izquierda actual– y la sociedad del Antiguo Régimen –presente en la derecha tradicionalista española– nos acompaña hasta el día de hoy.
El “anti racismo” de derechas
Todo lo dicho hasta ahora – útil simplificación de una historia mucho más compleja– nos lleva a exigir, de una vez por todas, que se termine con esa aparente e impostada sorpresa que recorre las gradas de ciertos sectores de la izquierda blanca cuando ven asomar una cara de color en las filas de la derecha más reaccionaria. No cometan el error de pensar que el fenómeno fue clausurado, esta retórica está más viva que nunca, y nos implica a nosotras y, por supuesto, a ustedes. La derecha reaccionaria no está interesada sino en una versión particular de las identidades de color que pueda manipular e instrumentalizar para afianzar su posición como garantes de una forma de ver el mundo. En eso, sentimos afirmarlo así, coinciden con gran parte de la izquierda. La izquierda busca identidades de color “modernas” y “progresistas”. La derecha busca identidades de color “tradicionalistas”, “conservadoras”. Rebotando confusamente entre una y otra estamos nosotros.
Por eso, el anti racismo debe vigilar posibles derivas identitarias, patología y lastre producido en el contexto de una sociedad racista, enfermedad que hemos de dejar atrás. Que el anti racismo debe ser político es más que una consigna atractiva, implica una comprensión del sistema mucho más amplia. Todos los partidos electoralistas juegan a colorear sus filas, tal y como hemos advertido en tantas otras ocasiones. No basta con poseer o exigir una identidad, hay que aspirar a cuestionar los cimientos de la ideología racial. Debemos utilizar los errores tradicionales de la izquierda jacobina y no volver a cometerlos. Y sabemos que hay una amplia parte de la izquierda de base que coincide con nuestra visión. Necesitamos descolonizar, juntos y juntas, nuestra visión sobre la cultura, sobre la religiosidad, sobre la ancestralidad y nunca más subestimar el poder que incluso en una sociedad que falsamente se supone secular y moderna, tienen. No entregar ese universo simbólico a la reacción también es luchar por la hegemonía política, ya que es, también desde ahí, que se puede producir la transformación social. Las revoluciones anti coloniales del denominado “tercer mundo” nos enseñaron esta lección, pero, al parecer, no hemos aprendido.
La raíz ilustrada de la izquierda elitista choca con el sentido común cultural de gran parte de eso que llaman las clases trabajadoras, especialmente en España. Este es un problema de cultura política que no reduce su alcance a consideraciones pseudo científicas en torno a la clase. Es la patética soberbia cultural de parte de la izquierda frente a la idea de “cultura”, frente a la ancestralidad/comunidad/familia, a la cosmovisión; sobre eso que llamamos “tradición” y “religión” lo que entrega en bandeja de plata todos estos factores vertebradores de la vida social de las comunidades humanas en las manos de la ultraderecha conservadora española. Esto se materializa de manera esplendorosa en el robo descarado de la cita del tan histórico como olvidado sacerdote de la liberación Diamantino García por los voceros de Vox: “Dicen que somos de la extrema izquierda, yo digo que somos de la extrema necesidad.” Es evidente que es la derecha rancia la que recoge lo que la propia izquierda desecha de su propio legado por considerarlo “atrasado”, “arcaico” y “pre–moderno”.
Así, Vox, que edifica su patético y vil victimismo sobre la defensa de un patrimonio despreciado por los progresistas: el mundo del toro, la religiosidad católica nacionalista, la caza, al mismo tiempo alardea de su negro y de su gitana. A cambio, estos sujetos alienados de color cuya máxima aspiración es ser acogidos como propios se convierten en banderas del tradicionalismo español de la reconquista contra nuestros hermanos migrantes, especialmente contra los musulmanes. El victimismo soberbio de Vox hace lo que todo partido político, demagogia racial, pero su punto débil es evidente: mienten. La torpe reacción de parte de la izquierda ilustrada contra la identidad choca con un identitarismo visceral, agresivo y aglutinador que conecta con los desaires populares en momentos de crisis civilizatoria. Nuestra comprensión deficiente del conservadurismo cultural deja la puerta abierta al populismo casposo de la ultra derecha. No volvamos a caer en la trampa. Exijamos y practiquemos la democracia racial. Tal y como dijimos al comienzo, hay muchos otros factores que explican el denominado “ascenso” de la ultra derecha en estos territorios, muchas otras ópticas y perspectivas que han de ser tenidas en cuenta. Esperamos que combinándolas todas, consigamos comprender adecuadamente qué está ocurriendo y, por supuesto, cómo pararlo.